Antología de Textos

 
«¡Mi amor adorado, estoy muriéndome y sólo deseo verte!»
 
¡Ay! Aquella carta de la pobre Concha se me extravió hacmucho tiempo. Era llena de afán y de tristeza, perfumada devioletas y de un antiguo amor. Sin concluir de leerla, la besé.

Hacía cerca de dos años que no me escribía, y ahora me llamaba

a su lado con súplicas dolorosas y ardientes. Los tres pliegos blasonados
traían la huella de sus lágrimas, y la conservaron largo
tiempo. La pobre Concha se moría retirada en el viejo Palacio
de Brandeso, y me llamaba suspirando. Aquellas manos pálidas,
olorosas, ideales, las manos que yo había amado tanto, volvían
a escribirme como otras veces. Sentí que los ojos se me llenaban
de lágrimas. Yo siempre había esperado en la resurrección de
nuestros amores. Era una esperanza indecisa y nostálgica que
llenaba mi vida con un aroma de fe: Era la quimera del porvenir,
la dulce quimera dormida en el fondo de los lagos azules, donde
se refl ejan las estrellas del destino. ¡Triste destino el de los dos!
El viejo rosal de nuestros amores volvía a fl orecer para deshojarse
piadoso sobre una sepultura.
¡La pobre Concha se moría!


[...]


Yo sentí toda la noche a mi lado aquel pobre cuerpo donde lafiebre ardía, como una luz sepulcral en vaso de porcelana tenue y blanco. La cabeza descansaba sobre la almohada, envuelta
en una ola de cabellos negros que aumentaban la mate lividez
del rostro, y su boca sin color, sus mejillas dolientes, sus sienes
maceradas, sus párpados de cera velando los ojos en las cuencas
descarnadas y violáceas, le daban la apariencia espiritual de
una santa muy bella consumida por la penitencia y el ayuno.
El cuello fl orecía de los hombros como un lirio enfermo, los
senos eran dos rosas blancas aromando un altar, y los brazos,
de una esbeltez delicada y frágil, parecían las asas del ánfora
rodeando su cabeza. Apoyado en las almohadas, la miraba dormir
rendida y sudorosa. Ya había cantado el gallo dos veces, y la
claridad blanquecina del alba penetraba por los balcones cerrados.
En el techo las sombras seguían el parpadeo de las bujías,
que habiendo ardido toda la noche se apagaban consumidas
en los candelabros de plata. Cerca de la cama, sobre un sillón,
estaba mi capote de cazador, húmedo por la lluvia, y esparcidas
encima aquellas yerbas de virtud oculta, solamente conocida por
la pobre loca del molino. Me levanté en silencio y fui por ellas.
Con un extraño sentimiento, mezcla de superstición y de ironía,
escondí el místico manojo entre las almohadas de Concha, sin
despertarla. Me acosté, puse los labios sobre su olorosa cabellera
e insensiblemente me quedé dormido. Durante mucho tiempo
fl otó en mis sueños la visión nebulosa de aquel día, con un vago
sabor de lágrimas y de sonrisas. Creo que una vez abrí los ojos
dormido y que vi a Concha incorporada a mi lado, creo que me
besó en la frente, sonriendo con vaga sonrisa de fantasma, y que
se llevó un dedo a los labios. Cerré los ojos sin voluntad y volví
a quedar sumido en las nieblas del sueño. Cuando me desperté,
aparenté dormir. Ella se acercó sin hacer ruido, me miró suspirando
y puso en agua el ramo de rosas frescas que traía. Fue al
balcón, soltó los cortinajes para amenguar la luz, y se alejó como
había entrado, sin hacer ruido. Yo la llamé riéndome:
—¡Concha! ¡Concha!
Ella se volvió:
—¡Ah! ¿Conque estabas despierto?
—Estaba soñando contigo.
—¡Pues ya me tienes aquí!
—¿Y cómo estás?
—¡Ya estoy buena!
—¡Gran médico es el amor!
—¡Ay! No abusemos de la medicina.
Reíamos con alegre risa el uno en brazos del otro, juntas las
bocas y echadas las cabezas sobre la misma almohada. Concha
tenía la palidez delicada y enferma de una Dolorosa, y era tan
bella, así demacrada y consumida, que mis ojos, mis labios y mis
manos hallaban todo su deleite en aquello mismo que me entristecía.
Yo confi eso que no recordaba haberla amado nunca en lo
pasado, tan locamente como aquella noche.
una escala luminosa de polvo llegaba desde el balcón al fondo de
la cámara. Concha ya no estaba, pero a poco la puerta se abrió
con sigilo y Concha entró andando en la punta de los pies.
 (Tomado de http://educarticando.blogspot.com.es/search/label/MODERNISMO)

AZORÍN

TEXTO COMPLETO DE LAS NUBES 


Calisto y Melibea se casaron -como sabrá el lector, si ha leído La Celestina- a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín. Se enamoró Calisto de la que después había de ser su mujer un día que entró en la huerta de Melibea persiguiendo un halcón. Hace de esto diez y ocho años. Veintitrés tenía entonces Calisto. Viven ahora marido y mujer en la casa solariega de Melibea; una hija les nació que lleva, como su abuela, el nombre de Alisa. Desde la ancha solana que está a la parte trasera de la casa se abarca toda la huerta en que Melibea y Calisto pasaban sus dulces coloquios de amor. La casa es ancha y rica; labrada escalera de piedra arranca de lo hondo del zaguán. Luego, arriba, hay salones vastos, apartadas y silenciosas camarillas, corredores penumbrosos, con una puertecilla de cuarterones en el fondo, que -como en Las Meninas, de Velázquez- deja ver un pedazo de luminoso patio. Un tapiz de verdes ramas y piñas pulgada sobre fondo bermejo cubre el piso del salón principal: el salón, donde en cojines de seda, puestos en tierra, se sientan las damas. Acá y allá destacan silloncitos de cadera, guarnecidos de cuero rojo, o sillas de tijeras con embutidos mudéjares; un contador con cajonería de pintada y estofada talla, guarda papeles y joyas; en el centro de la estancia, sobre la mesa de nogal, con las patas y las chambranas talladas, con fiadores de forja de hierro, reposa un lindo juego de ajedrez con embutidos de marfil, nácar y plata; en el alinde de un ancho espejo refléjanse las figuras de aguileñas, sobre fondo de oro, de una tabla colgada en la pared frontera.

Todo es paz y silencio en la casa. Melibea anda pasito por cámaras y corredores. Lo armarios están repletos de nítida y bien oliente ropa -aromas por gruesos membrillos-. En la despensa un rayo de sol hace flugir la ringla de panzudas y vidriadas orcitas talaveranas. En la cocina son espejos los artefactos y cacharros de azófar que en la espetera cuelgan, y los cántaros y alcarrazas obrador por la mano de curiosos alcaller en los alfares vecinos, muestran, bien ordenados, su vientre redondo, limpio y rezumante. Todo lo previene y a todo ocurre la diligente Melibea; en todo pone sus dulces ojos verdes. De tarde en tarde, en el silencio de la casa, se escucha un lánguido y melodioso son de un clavicordio: es alisa que tañe. otras veces, por los viales de la huerta, se ve escabullirse calladamente la figura de alta y esbelta de una moza: es Alisa que pasea entre los árboles.
La huerta es amena y frondosa. Crecen las adelfas a par de los jazmineros; la pie de los cipreses inmutables ponen los rosales lo ofrenda fugaz -como la vida- de sus rosas amarillas, blancas y berenjenas. Tres colores llenan los ojos en el jardín: el azul intenso del cielo, el blanco de las paredes encaladas y el verde del boscaje. En el silencio se oye -al igual de un diamante sobre un cristal- el chiar de las golondrinas, que cruzan raudas sobre el añil del firmamento. De la taza de mármol de una fuente cae deshilachada, en una franja, el agua. En el aire se respira un penetrante aroma de jazmines, rosas y magnolias. <<ven por las paredes de mi huerto>>, le dijo dulcemente Melibea a Calisto hace diez y ocho años.

*

Calisto está en el solejar, sentado junto a uno de los balcones. Tiene el codo puesto en el brazo del sillón, la mejilla reclinada en la mano. Hay en su casa bellos cuadros; cuando siente apetencia de música, su hija Alisa le regala con dulces melodía; si de poesía siente ganas, en su librería puede coger los mas delicados poetas de España e Italia. Le adoran en la en la ciudad; le cuidan las manos solícitas de Melibea; ve continuada su estirpe, si no en un varón, al menos, por ahora, en una linda moza, de viva inteligencia y bondadosos corazón. Y, sin embargo, Calisto se halla absorto, con la cabeza reclinada en la mano. Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, ha escrito en su libro:

... et crei la fablilla que dis: por lo pasado no estés mano en mejilla.

No tiene Calisto nada que sentir del pasado; pasado y presente están para él al mismo rasero de bienandanza. Nada puede conturbarle ni entristecerle. Y, sin embargo, Calisto, puesta en la mano de la mejilla, mira pasar a lo lejos, sobre el cielo azul, las nubes.

Las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son -como el mar- siempre varias y siempre las mismas. Sentimos mirándolas cómo nuestro ser y toda las cosas corren hacia la nada, en tanto que ellas -tan fugitivas- permanecen eternas. A estas nubes que ahora miramos, las mismas que miraron hace doscientos años, quinientos, mil, mil, tres mil años, otros hombre con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros. Cuando queremos tener aprisionados el tiempo -en un momento de ventura- vemos que han pasado ya semanas, meses, años. las nubes, sin embargo, que son siempre distintas, en todo momento, todos los días, van caminando por el cielo. Hay nubes redondas, henchidas, de un blanco brillante, que destacan en las mañanas de primavera sobre los cielos translúcidos. Las hay como cendales tenues, que se perfilan en un fondo lechoso. Las hay grises sobre una lejanía gris. las hay de carmín y de oro en los ocasos inacabables, profundamente melancólicos, de las llanuras. las hay como velloncitos iguales e innumerables, que dejan de ver por entre algún claro un pedazo de cielo azul. Unas marchan lentas, pausadas; otras pasan rápidamente. Algunas, de color ceniza, cuando cubren todo el firmamento, deja caer sobre la tierra una luz opaca, tamizada, gris, que presta su encanto a los paisajes otoñales.

Siglos después de este día en que Calisto está con la mano en la mejilla, un gran poeta -Campoamor- habrá de dedicar a las nubes un canto en uno de sus poemas titulado Colón. Las nubes -dice el poeta- nos ofrecen el espectáculo de la vida. La existencia, ¿ qué es sino un juego de las nubes? Diríase que las nubes son "ideales que el viento ha contestado";ellas se nos representan como un "traslado del insondable porvenir". "vivir -escribe el poeta- es ver pasar". Si; vivir es ver pasar: ver pasar, allá en lo alto, las nubes. Mejor diríamos: vivir es ver volver. Es ver volver todo en un retorno perdurable, eterno; ver volver todo -angustias, alegrías, esperanzas- como esas nubes que son siempre distintas y siempre las mismas, como esas nubes fugaces e inmutables.
Las nubes son la imagen del tiempo. ¿habrá sensación mas trágica que aquella de que sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado lo porvenir?

*

En el jardín, lleno de silencio, se escucha el chiar de las rápidas golondrinas. El agua de la fuente cae deshilachada por el tazón de mármol. Al pie de los cipreses se abren las rosas fugaces, blancas, amarillas, bermejas. Un denso aroma de jazmines y magnolias embalsan el aire. Sobre las paredes de nítida cal resalta el verde de la fronda; por enzima del verde y del blanco, se extiende el añil del cielo. Alisa se halla en el jardín, sentada, con un libro en la mano. Sus menudos pies se asoman por debajo de la falda de fino contray; están calzados con chapines de terciopelo negro, adornados rapacejos y clavetes de bruñida plata. Los ojos de alisa son verdes, como los de su madre; el rostro, más bien alargado que redondo. ¿Quién podría contar la nitidez y sedosidad de sus manos? pues de la dulzura de su habla, ¿cuántos loores no podríamos decir?
En el jardín todo es silencio y paz. En lo alto de la solana, recostado sobre la barandilla, Calisto completa estático a su hija. De pronto, un halcón aparece revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole, todo agitado y decompuesto, surge una mancebo. Al llegar frente alisa, se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarla.
Calisto lo ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente, sobre el cielo azul, en la lejanía.

( de Castilla, AZORÍN)





PAISAJE  Francisco Giner de los Ríos



I

Todo el mundo sabe lo que es un paisaje; y sin embargo, ¡qué concepto más complejo encierra esta palabra! A primera vista, quien dice «paisaje» parece decir «campo»; pero el desierto dista mucho de ser campo y nadie negará que es paisaje. Además, si por campo se entiende una comarca con vegetación, donde la vida del animal y la planta prepondera sobre la del hombre, por oposición a la ciudad, donde acontece lo contrario, en el paisaje, concepto mucho más comprensivo, pueden entrar, no sólo los caseríos y los pequeños grupos de población rural diseminada, sino las ciudades mismas, por grandes que sean, a condición de avenirse a no representar más que uno de tantos accidentes, de subordinarse a la naturaleza —por decirlo así— deshabitada, merezca o no el nombre de campo. De esta suerte es como, al par de los elementos puramente espontáneos, contribuyen también y enriquecen al paisaje otros (casas, caminos, tierras cultivadas, etc.) que son obra ya del arte humano, y hasta el hombre mismo, cuya presencia anima con una nueva nota de interés el cuadro entero de la naturaleza.
Por esto podría decirse en algún modo que la pintura de paisaje es el más sintético, cabal y comprensivo de todos los géneros de la pintura. Pero, si dejamos a un lado el antiguo paisaje llamado «histórico», donde se representan a un tiempo, equilibrando su interés, perspectivas campestres y escenas de la vida social, en el paisaje puro y sin aditamentos, la figura humana no entra sino como un ser físico, como una forma, como una nota de claroscuro o de color, aunque siempre ofrezca a nuestros ojos cierto valor ideal de un tipo, de una clase, de un género de vida determinado, verbigracia, aldeanos, caminantes, cazadores, pastores, artistas.
En su más rigurosa acepción, el paisaje es la perspectiva de una comarca natural; como la pintura de paisaje es la representación de esa perspectiva. A poco, sin embargo, que se reflexione sobre.los diversos elementos en que cabe descomponer el goce que sentimos al hallarnos en medio del campo, al aire libre, verdaderamente libre (que no lo es nunca el de las ciudades), se advierte que este goce no es sólo de la vista, sino que toman parte en él todos nuestros sentidos. La temperatura del ambiente; la presión del aura primaveral sobre el rostro; el olor de las plantas y flores; los ruidos del agua, las hojas y los pájaros; el sentimiento y consciencia de la agilidad de nuestros músculos; el bienestar que equilibra las fuerzas todas de nuestro ser, y hasta el sabor de las frutas, por prosaico que parecer pudiera a la sensiblería de una estética afectada y romántica.., todo, ya más, ya menos, contribuye a producir en nosotros ese estado y a preparar el segundo momento, el momento ideal, de las representaciones libres, que extiende nuestro goce más allá del horizonte del sentido.

Aun reduciendo el paisaje a una perspectiva, y su percepción a la mera contemplación visual, es incalculable el mundo de factores que intervienen para constituirla: tantos como fuerzas, seres y productos despliega la naturaleza ante nuestros ojos: la tierra y el agua en sus formas; el mundo vegetal con sus tipos, figuras y colores; la atmósfera con sus celajes; el hombre con sus obras; los animales y hasta el cielo con sus astros y con el juego de tintas, luces y sombras que matizan diversamente el cuadro a cada hora del día y de la noche. Ahora bien, de todos estos elementos, hay uno en el que tal vez no siempre se repara bastante: el suelo. Sin duda que no hay quien desconozca el papel, por ejemplo, de las grandes montañas en el paisaje o del contraste entre el mar y la costa; pero a esto se reduce casi todo. Vischer mismo, que en su Estética tan extraordinaria amplitud concede al estudio de la belleza en este orden, descuida, sin embargo —cosa explicable por sus ideas—, muchos puntos.

El suelo, la costra sólida del planeta, como elemento de paisaje, prescindiendo de las corrientes de agua y de la vegetación, ofrece por sí solo datos suficientes para constituir una que podría llamarse «estética geológica». El primero de éstos es la naturaleza de los materiales que lo forman. Así, por ejemplo, hay paisaje granítico, basáltico, de aluvión, etc. Todo el mundo, Y. gr., distingue el pintoresco dentellado con que se recortan sobre el azul del cielo las Pedrizas del Manzanares en la vecina sierra Carpetana y el suave modelado de los cerros que rodean a Madrid. Aquéllas son de granito; éstas, de diluvio cuaternario. El granito, por su composición y estructura, presenta una cierta resistencia, así en cantidad como en dirección, a los agentes atmosféricos; merced a lo cual, no se deja destruir sino en cierto sentido, de donde nacen a su vez ciertas formas. Doquiera que aflora al descubierto, el agua, al resbalar sobre sus masas, las redondea, produciendo, en las pequeñas, esas superficies ásperas, rugosas, cubiertas de líquenes, que interrumpen la continuidad de la tierra vegetal; y en los grandes cantos, la configuración peculiar de las «piedras caballeras», monolitos a veces enormes y que en ocasiones oscilan como otros tantos monumentos megalíticos naturales; hasta que, la radiación del calor, que las dilató durante el día, las contrae por la noche, las hiende, las raja en mil grietas, que luego, al hincharse dentro de ellas el hielo, estallan, desprendiendo gigantescas esquirlas; y éstas, apiladas unas sobre otras, forman ese agudo dentellado de las cimas gra•níticas de nuestra cordillera: dentellado, sobre todo visible allí donde se entrelazan dos tipos de granito: uno más resistente, otro más quebradizo y más blando.

Por el contrario, la lenta sedimentación de los aluviones cuaternarios depositados en el valle de Madrid, con proceder exclusivamente de la trituración de los materiales de la propia sierra, ha hecho imposible en él toda aspereza y toda forma abrupta: los grandes horizontes, cuyos últimos términos se funden dulcemente en el celaje; el inmenso radio de las ondulaciones del terreno; las cumbres rectilíneas de los cerros, semejantes al «conoide» de los geómetras; la uniformidad, pero no monotonía, que reina en toda esta región, contrastan con la cordillera, realzando este contraste la vegetación, tan distinta en una y otra zona. [...)

Suaviza, sin embargo, este contraste una nota fundamental de toda la región, que lo mismo abraza al paisaje de la montaña que el del llano. En ambos se revela una fuerza interior tan robusta, una grandeza tan severa, aun en sus sitios más pintorescos y risueños, una nobleza, una dignidad, un señorío, como los que se advierten en el Greco o Velázquez, los dos pintores que mejor representan este carácter y modo de ser poé-tico de la que pudiera llamarse espina dorsal de España. Nada alcanza a dar idea de él como su comparación con las formas que más frecuentes son en nuestras comarcas del norte y el noroeste, y en especial de Galicia. En las riberas del Saja o del Nalón, pero más aún en las encantadoras orillas del Miño o en las Rías Bajas de Pontevedra, todo es gracia, armonía, proporción, encanto: los valles son cerrados y pequeños; los cerros, bajos; pálido el azul del celaje; el verdor de los árboles, transparente; fresco y brillante el de los prados: la naturaleza entera sonríe en una media tinta que lo envuelve todo y hace imposible la ruda acentuación de contrastes enérgicos. Es la belleza femenina, expresión de una actividad desplegada sin lucha en un ritmo tranquilo. Aquí, por el contrario, asoma por doquiera el esfuerzo indomable que intenta abrirse paso a través de obstáculos sin cuento; y así como en un mismo día y lugar se suceden con rapidez vertiginosa el hielo y el ardor de los trópicos, así también el sol deslumbra con un fulgor casi agrio en el fondo de un cielo, de puro azul, casi negro. [...]

Esta relación del suelo con el paisaje, de la geología con la estética, que ya ilustraron en sus tiempos un Cuvier y un Humboldt, presenta problemas de interés extraordinario. Respecto de los materiales de los terrenos arcaicos, verbigracia, pueden observarse delicadas diferencias entre las formas graníticas y las gnéisicas, diferencias tan visibles casi como las que separan ambas clases de formas de las que ofrecen los conglomerados del Montserrat, o las calizas carboníferas en las cumbres de los Picos de Europa, o los depósitos lacustres de los llanos de la Tierra de Campos. Sin embargo, la distinta posición orográfica de unos mismos materiales, esto es, el plegamiento de las capas, influye considerablemente en el paisaje. Igualmente, una acción química superficial puede dar a las rocas un aspecto muy diverso del que usualmente revisten. Recuerdo el magnífico tono frío amoratado de los acantilados del circo de las Dos Hermanas, en el macizo de Peñalara, debido a la hidratación del óxido de hierro contenido en las micas de sus gneises; mientras que en el puerto del Reventón, en el vallecito de la Berzosa (debajo de la Maliciosa y de las Cabezas de Hierro), y en tantas y tantas otras partes, ese mismo gneis, por cuyas lajas corre una fina capa de agua, ofrece los rojos más cálidos, ricos y transparentes, merced a otro grado de hidratación de
esos mismos hierros.

II

Un escritor, un jurista por cierto, Carlos Salomón Zacharía, ha dicho: «El desierto, la palma, el camello, la tienda, el beduino forman un todo indivisible». Esta relación entre la constitución geológica, el relieve del suelo, el clima, el medio natural, en suma, y el hombre, relación que se imprime en la constitución de nuestro cuerpo como en la de nuestra misma fantasía, de donde trasciende a nuestros gustos, hábitos, artes, a la obra y modo entero de la vida, se advierte por extremo en la región que se despliega sobre la falda sur de este tramo central de los montes Carpetanos. La raza, las ciudades, las habitaciones, el modo de vivir, el carácter, se corresponden en unidad perfecta. [...]
Jamás podré olvidar una puesta de sol, que allá, en el último otoño, vi con mis compañeros y alumnos de la Institución Libre desde estos cerros de las Guarramillas. Castilla la Nueva nos aparecía de color de rosa; el sol, de púrpura, detrás de Siete Picos, cuya masa, fundida por igual con la de los cerros de Riofrío, en el más puro tono violeta, bajo una delicada veladura blanquecina, dejaba en sombra el valle de Segovia, enteramente plano, oscuro, amoratado, como si todavía lo bañase el lago que lo cubriera en época lejana. No recuerdo haber sentido nunca una impresión de recogimiento más profunda, más grande, más solemne, más verdaderamente religiosa. Y entonces, sobrecogidos de emoción, pensábamos todos en la masa enorme de nuestra gente urbana, condenada por la miseria, la cortedad y el exclusivismo de nuestra detestable educación nacional a carecer de esta clase de goces, de que, en su desgracia, hasta quizá murmura, como murmura el salvaje de nuestros refinamientos sociales; perdiendo de esta suerte el vivo estímulo con que favorecen la expansión de la fantasía, el ennoblecimiento de las emociones, la dilatación del horizonte intelectual, la dignidad de nuestros gustos y el amor a las cosas morales que brota siempre al contacto purificador de la naturaleza.

El cuerpo, por su parte, enteco, muelle, decaído, sin aquel vigor vaaronil que el griego estimaba señal de ciudadano, tiembla de la humedad del calor, del viento, de la lluvia, del frío, víctima de un sistema nervioso en perpetua corea; huye del aire libre como de su mayor enemigo y pone por ideal del hombre sano una especie de crisálida, revuelta en innume rabies, estratos de vidrio, lana y algodón y medio podrida entre la mugre, de sus exudaciones pestilentes.

Y, sin embargo, para sentir en nuestra alma impresión como aquélla y en nuestro cuerpo el roce vivificante de la naturaleza maternal, no hay que emprender la peregrinación a los Alpes, ni a Sierra Nevada, ni a los Picos de Europa, ni siquiera a la magnífica y vecina Peñalara, con sus ventisqueros, sus lagunas, sus circos, sus acantilados, sus panoramas espléndidos, que abrazan desde el Pisuerga al Manzanares; ni aun adelantarse hasta las Cabezas de Hierro y los espléndidos valles que dominan, ¡sino soportar hora y media de ferrocarril, dos de diligencia y hacer a pie un trayecto como el que cualquier madrileño tiene que recorrer desde su casa a cualquier parte por céntrico que viva...!

Pero es ley que todo pueblo, dormido en secular postración, cuando despierta de nuevo a la cultura, no pueda comenzar por volver los ojos hacia el horizonte más cercano, sino a los más distantes. La misma ley que lleva a sus pensadores, como a sus políticos, a estudiar antes la ciencia, la historia, las instituciones de otros pueblos que las del suyo propio, arrastra a sus viajeros a contemplar y gozar el paisaje remoto, mientras llega aquel día en que el desarrollo de la cultura en su nación, y el de la suya propia, le permitan tender la mano para coger el fruto, menospreciado tanto tiempo, con tenerlo tan cerca. Tal acontece en España, y, por tanto, en Madrid, donde la inmensa mayoría de la gente se abrasa y consume en la fiebre de los negocios, en la de la política y hasta en la del pensamiento y el estudio (tan grave y dolorosa como las demás) o se aburre en la estéril pereza. Apenas la caza redime a unos cuantos de esta anémica vida ultraurbana; pero es por muchos modos impotente, y en particular por lo que desconcierta con el tono general de esa vida, para compensar su desequilibrio y labrar en las honduras del espíritu camino de regeneración y de progreso. La organización de sociedades alpinas o de excursiones, al modo de las de Cataluña, contribuiría sin duda y de mejor manera a aquel fin; especialmente, si pudiesen evitar las formas frívolas, vulgares e insignificantes que el sport suele revestir entre nosotros.       

Giner de los Ríos
(1886. Publicado en La Ilustración Artística,
año v, núms. 219 y 220, Barcelona, 8 y 15 de marzo de 1886,
págs. 91-92y 103-104).


JUAN RAMÓM JIMÉNEZ















René Magritte




La negra y la rosa
La negra va dormida, con una rosa blanca en la mano.
La rosa y el sueño apartan, en una superposición mágica, todo el triste atavío de la muchacha: las medias rosas caladas, la blusa verde y transparente, el sombrero de paja de oro con amapolas moradas.— Indefensa con el sueño, se sonríe, la rosa blanca en la mano negra.
            ¡Cómo la lleva! Parece que va soñando con llevarla bien. Inconsciente, la cuida —con la seguridad de una sonámbula— y es su delicadeza como si esta mañana la hubiera dado ella a luz, como si ella se sintiera, en sueños, madre del alma de una rosa blanca. —A veces, se le rinde sobre el pecho, o sobre un hombro, la pobre cabeza de humo rizado, que irisa el sol cual si fuese de oro, pero la mano en que tiene la rosa mantiene su honor, abanderada de la primavera—.

Una realidad invisible anda por todo el subterráneo, cuyo estrepitoso negror rechinante, sucio y cálido, apenas se siente. Todos han dejado sus periódicos, sus gomas y sus gritos; están absortos, como en una pesadilla de cansancio y de tristeza, en esta rosa blanca que la negra exalta y que es como la conciencia del subterráneo. Y la rosa emana, en el silencio atento, una delicada esencia y eleva como una bella presencia inmaterial que se va adueñando de todo, hasta que el hierro, el carbón, los periódicos, todo, huele un punto a rosa blanca, a primavera mejor, a eternidad…
(Diario de un poeta reciencasado, 1916)

La muerte del canario




Mira, Platero, el canario de los niños ha amanecido hoy muerto en su jaula de plata. Es verdad que el pobre estaba ya muy viejo…El invierno último, tú te acuerdas bien, lo pasó silencioso, con la cabeza escondida en el plumón, y al entrar esta primavera, cuando el sol hacía jardín la estancia abierta y abrían las mejores rosas del patio, él quiso también engalanar la vida nueva y cantó; pero su voz era quebradiza y asmática, como la voz de una flauta cascada.
El mayor de los niños, que lo cuidaba, viéndolo yerto en el fondo de la jaula, se ha apresurado llorosa a  decir:

  •    ¡Puej no l’a faltao na; ni comida, ni agua! 
  •  No. No le ha faltado nada, Platero. Se ha muerto porque sí - diría Campoamor, otro canario viejo…
Platero, ¿habrá un paraíso de los pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre cielo azul, todo en flor de rosales aureos, con almas de pájaros blancos, rosas, celestes, amarillos?
Oye, a la noche, tú y yo bajaremos el pájaro muerto al jardín. La luna está ahora llena, y a su pálida plata el pobre cantor, en la mano cándida de Blanca, parecerá el pétalo mustio de un lirio amarillento. Y lo enterraremos en la tierra del rosal        grande.
A la primavera, Platero, hemos de ver al pájaro salir del corazón de una rosa blanca. El aire fragante se pondrá canoro y habrá por el sol de abril un errar encantado de alas invisibles y un reguero secreto de trinos claros de oro puro.  (De Platero y Yo, 1914 )



ORTEGA Y GASSET  "Sobre la ELEGANCIA"

 Apéndice al tomo Idea de principio en Leibniz, redactado probablemente en 1947. Texto no incluido en las Obras Completas, publicado en la colección El Arquero, páginas. 375-378.
“La cosa es endemoniadamente paradójica pero, a la vez, sin remedio. Porque elegir es ejercitar la libertad y resulta que eso ser libres tenemos que serlo a la fuerza. Es la única cosa para la cual el hombre no tiene últimamente libertad: para no ser libre. La libertad es la más onerosa carga que sobre sí lleva la humana criatura, pues al tener que decidir, cada cual por si, lo que en cada instante va a hacer, quiere decirse que está condenado a sostener a pulso su entera existencia, sin poderla descargar sobre nadie. Si volvemos del revés la figura de la libertad nos encontramos con que es responsabilidad. Esta es la gran pesadumbre: todas las otras, las pesadumbres en plural, se originan en ella. Al brotar de mi elección las acciones que componen mi vida resulto responsable de ellas. Responsable, no ante un tribunal de este o del otro mundo, sino por lo pronto responsable ante mi mismo. Porque si la acción tiene que ser elegida necesito justificar ante mi propio juicio la preferencia, convencerme de que la acción escogida era, entre las posibles, la que tenía más sentido. En efecto, los diversos proyectos de hacer que de cada situación nos vienen sugeridos no se nos presentan casi nunca como equivalentes. Al contrario, apenas los descubrimos se colocan ante nosotros automáticamente, formando rigorosa jerarquía en cuya cúspide aparece uno de los proyectos como siendo el que tiene más sentido y por tanto el que habría de ser elegido. Si no fuera así, si los varios proyectos de acción posible ostentasen igual dosis de sentido, si fuesen, por tanto, indiferentes, no cabria hablar de elección. Nuestra voluntad se posaría por un azar mecánico sobre cualquiera de ellos como la bolita de la ruleta se queda en el alvéolo de un número: lo cual no es elección sino «buen tun-tun». Elegir supone tener a la vista los diversos naipes que es posible jugar: el óptimo, el simplemente bueno, el que no vale la pena y el que es franco contrasentido. Ciertamente, somos libres para preferir este último, aun a sabiendas de que no es preferible, pero no podemos hacerlo impunemente. La acción insensata o que tiene sentido deficiente, una vez elegida, va a llenar un pedazo incanjeable de nuestro tiempo vital, va a convertirse, por tanto, en trozo de nuestra realidad, de nuestro ser. El albedrío nos ha jugado, pues, una mala pasada. En vez de hacernos ser esa óptima realidad que era posible, en vez de dar paso franco a ese mejor ser nuestro que se nos presentaba como el qué teníamos que ser, por tanto, como el auténtico, los ha suplantado por otro personaje inferior. Esto equivale a haber aniquilado una porción, mayor o menor, de nuestra verdadera vida que ya nadie podrá resucitar porque ese tiempo no vuelve. Hemos vulnerado nuestra propia persona, hemos practicado un suicidio parcial y la herida queda abierta para siempre, mordiendo no sabemos qué misteriosa entraña incorpórea de nuestra personalidad. Cualquiera que sea su calibre tenemos conciencia de haber cometido un último crimen, del que esa mordedura inextinguible es el «remordimiento». Los crímenes íntimos se caracterizan porque el hombre se siente de ellos, a la vez, autor, víctima y juez.
No hay orden de la existencia, mayúsculo o minúsculo, que no nos fuerce a optar entre hacer las cosas de un modo mejor o de un modo peor. Y es ya pésimo síntoma creer que el drama de la elección se da sólo en los grandes conflictos de nuestra vida, en las situaciones que tienen trascendencia histórica. No: una palabra se puede pronunciar mejor o peor y tal gesto de nuestra mano puede ser más grácil o más tosco. Entre las muchas cosas que en cada caso se pueden hacer hay siempre una que es la que hay que hacer.
Pero la división más radical que cabe establecer entre los hombres estriba en notar que la mayor parte de ellos es ciega para percibir esa diferencia de rango y calidad entre las acciones posibles. Sencillamente no la ven. No entienden de conductas como no entienden de cuadros. Por eso tienen tan poca gracia y es tan triste, tan desértico el trato con ellos. Esa ceguera moral de la mayoría es el lastre máximo que arrastra en su ruta la humanidad y hace que los molinos de la historia vayan moliendo con tanta lentitud. Son muy pocos, en efecto, los hombres capaces de elegir su propio comportamiento y de discernir el acierto o la torpeza en el prójimo.
En el latín más antiguo, el acto de elegir se decía elegancia como de instar se dice instancia. Recuérdese que el latino no pronunciaría elegir sino eleguir. Por lo demás, la forma más antigua no fue eligo sino elego, que dejó el participio presente elegans. Entiéndase el vocablo en todo su activo vigor verbal; el elegante es el «eligente», una de cuyas especies se nos manifiesta en el «inteligente». Conviene retrotraer aquella palabra a su sentido prócer que es el originario. Entonces tendremos que no siendo la famosa Ética sino el arte de elegir bien nuestras acciones eso, precisamente eso, es la Elegancia. Ética y Elegancia son sinónimos. Esto nos permite intentar un remozamiento de la Ética que a fuerza de querer hacerse mistagógica y grandilocuente para hinchar su prestigio ha conseguido sólo perderlo del todo. Como esto se veía venir, combato hace un cuarto de siglo bien corrido para que no se trate la Ética en tono patético. La patética ha asfixiado la Ética entregándola a los demagogos, que han sido los destructores de todas las civilizaciones y los grandes fabricantes de barbarie. Por eso he creído siempre que en vez de tomar a la Ética por el lado solemne, con Platón, con el estoicismo, con Kant, convenía entrarle por su lado frívolo que es el más profundo, con Aristóteles, con Shaftesbury, con Herbart. Dejemos, pues, un rato reposar la Ética y, en su lugar, evitando desde el umbral la solemnidad, elaboremos una nueva disciplina con el título: Elegancia de la conducta, o arte de preferir lo preferible. El vocablo «elegancia» tiene además la ventaja complementaria de irritar a ciertas gentes, casualmente las mismas que, ya por muchas otras razones previas, uno no estimaba." 

Apéndice al tomo Misión de la Universidad, redactado en 1949. Texto no incluido en las Obras Completas. Publicado en la colección El Arquero.

“Se suele tener de ésta [de la elegancia] una idea estúpida y superficial. Se ignora por completo que es un ingrediente y, a la vez, un síntoma de toda vida auténticamente enérgica. [...]
La elegancia debe penetrar, informar la vida íntegra del hombre desde el gesto y el modo de andar, pasando por el modo de vestirse, siguiendo por el modo de usar el lenguaje de llevar una conversación, de hablar en público, para llegar hasta lo más íntimo de las acciones e intelectuales. Nuestra manera de reaccionar ante lo que le prójimo nos hace, puede ser elegante o inelegante. Apoderarse de las acciones de una gran compañía industrial puede hacerse elegante o inelegantemente. En fin, es bien notorio que de un problema matemático  por ejemplo, demostrar un teorema se puede dar una solución “elegante”. Quien quiera precisarse a sí mismo cuáles son los rasgos que hacen elegante un razonamiento matemático comprenderá, como iluminado por un relámpago de intelección, todo lo que llevo insinuado sobre la virtud vital humana llamada elegancia.”  

El mito del hombre allende la técnica, 1951. Obras Completas, IX, página 622.

“Pero este ser se encontró, por primera vez, ante estos dos proyectos completamente diferentes: ante los instintivos, que aún alentaban en él y ante los fantásticos, y por eso tenía que elegir; seleccionar.
¡Ahí tienen ustedes a este animal! El hombre tendrá que ser, desde el principio, un animal esencialmente elector. Los latinos llamaban al hecho de elegir, escoger, seleccionar, eligere; y al que lo hacía, lo llamaban eligens o elegens o elegans. El elegans o elegante no es más que el que elige y elige bien. Así pues, el hombre tiene de antemano una determinación elegante, tiene que ser elegante. Pero aún hay más. El latino advirtió como es corriente en casi todas las lenguas que después de un cierto tiempo la palabra elegans y el hecho del «elegante» -la elegantia- se había desvaído algo, por ello era menester agudizar la cuestión y se empezó a decir intelegans, intelligentia: inteligente. Yo no sé si los lingüistas tendrán que oponer algo a esta última deducción etimológica. Pero sólo puede atribuirse a una mera casualidad el que la palabra intellegantia no se halla usado igual que intellígentia, como se dice en latín. Así pues, el hombre es inteligente, en los casos en que lo es, porque necesita elegir. Y porque tiene que elegir, tiene que hacerse libre. De ahí procede esta famosa libertad del hombre, esta terrible libertad del hombre, que es también su más alto privilegio. Sólo se hizo libre porque se vio obligado a elegir, y esto se produjo porque tenía una fantasía tan rica, porque encontró en sí tantas locas visiones imaginarias.” 

Idea de principio en Leibniz, 1947. Obras Completas, VIII, página 293n.

“Pero esas gentes que de nada entienden, menos que nada entienden de elegancia, y no conciben que una vida y una obra puedan cuidar esta virtud. Ni de lejos sospechan por qué esenciales y graves razones es el hombre el animal elegante. Dies irae, dies illa.”

Meditación de nuestro tiempo, Curso de Buenos Aires 1928, páginas 228-238. No incluido en las Obras Completas. Editorial F.C.E.

“¿Pero qué es la elegancia?  Al preparar esta conferencia he tropezado con unas viejas notas que nunca he escrito, desarrollado ni comunicado, donde se intenta responder a esa pregunta. Yo quisiera proponer sus ideas al juicio benévolo de ustedes [...] haciendo una breve meditación de la elegancia [...]
Tal vez han olvidado ustedes que esta pregunta no surgió arbitrariamente y como por escotillón. Hacía yo notar, y me interesa reiterarlo, que el aspecto tomado por la vida en la casi totalidad de los pueblos europeo-americanos es hoy de una belleza insólita, muy pocas veces lograda en los ámbitos históricos. Y esta belleza más aún que vagamente tal debe ser denominada elegancia. Gente elegante la ha habido siempre, lo cual debía bastar para que el hecho de la elegancia hubiese atraído un poco más la meditación de los meditabundos, puesto que esa persistencia desde los pueblos más primitivos hasta el día revela que es la elegancia una dimensión o potencia esencial al hombre. A mí me bastaría saber como sé, que Julio César fue un elegante y que cuidaba mucho de llevar desceñida su toga justo un poco más que era uso, para que el tema me atraiga, porque si ha habido en el paisaje de la humanidad figura de varón ejemplar, esencial y completa ha sido la de éste.
Pero además, repito, si pensamos una hora cualquiera de la historia, estén ustedes seguros que sorprenderemos en ella a alguien que es elegante, y junto con él, a alguien que lo quiere ser. El elegante y su sombra, quiero decir su snob inseparable, se ha definido en todos los momentos del pretérito.
Sin embargo, no es esta verdad demasiado trivial la que yo pretendía insinuar, sino más bien, ser característico de nuestro tiempo lo que casi nunca ha acontecido: que la vida del hombre medio sea ella elegante, que sea por tanto elegante inclusive el que no lo es por su propio don.
Pero el señor que se entera siempre un poco tarde cuando nuevas maneras de mirar se inician, oigo que me dice: esa es una observación digna de un cronista de sociedad. [...]
Y bien, ¿qué importa? Si en la crónica de sociedad ha ido a perderse un cabo de la verdad hasta ella iremos sin ascos, sin remordimientos ni nostalgia abandonaremos las cátedras solemnes, los reverendos tratados donde la verdad falte. Ciertamente, no es lo más verosímil que en una crónica de sociedad venga a labrar su nido la discreción; pero tampoco es admisible huir a priori de lo que hasta el día no ha sido consagrado por el respeto. De esta manera sería imposible todo avance, todo nuevo enriquecimiento.
El hombre propende a no interesarse sino por aquellas cosas que se  presentan con un gesto solemne, con un ademán patético, con un pasado de tradición que las consagra. De esta manera no podríamos avanzar. El pasado tiende a ahogarnos, pretendiendo que juntemos en nuestro angosto corazón las admiraciones que por separado han sentido los siglos. De este modo aconteciera que el mundo, todo él plenitud, tendría que quedar consagrado al culto de lo que fue, y no quedara lugar ni margen para que los hombres de hoy ni de mañana puedan vivir su vida actual en contacto inmediato y fresco con las esencias puras del vivir.
Es preciso, por lo visto, que toda cosa traiga su gesto ritual, si no, no se la cree, y de ordinario parece forzoso que el científico tenga un aspecto un poco pedante para que se reconozca su ciencia o se vea en el rostro severo y macerado del virtuoso la huella de su virtud. Pero esto tiene el inconveniente de que facilita el fraude, y en efecto, en la evolución de toda cultura están constantemente apareciendo gesticulaciones vanas, apariencias falaces de inanidad como una vegetación parasitaria que va ahogando todo lo substancial y auténtico.
Si la vida y la cultura misma no han de quedar estranguladas, es preciso que sobrevengan épocas que poden todas esas excrecencias y prefieran quedarse  sólo con lo sustancioso y eficiente. Esas épocas, cuando llegan, tienen un aire diabólicamente irrespetuoso, porque en efecto parecen decididas a no reconocer sus privilegios a todas estas gesticulaciones y fraseologías y exigen, perforando su cartón, la realidad que tras ellas pretende esconderse.
La irrespetuosidad superlativa de nuestro tiempo tiene, junto a otras a otras raíces menos saludables,  [...] una buena raíz que es esta: parece decidida a que la vida se reduzca a su propia verdad, a desasirse de todo lo que no es positivo y esencial. Se va como a una nudificación de la existencia.
Los jóvenes, con su inesperada y en este punto venturosa subversión, parecen decididos a desechar toda frase y gesto ritual,  convencidos de que lo auténtico, en ciencia, en arte, en moral, seguirá siéndolo, mejor aún, lo será más puramente si no se ampara en vanos gestos y solemnes aspavientos. En suma, tomemos la solemnidad y retorzámosla el pescuezo. Queremos que el hombre deje de ser cisterna y vuelva a ser manantial.
Y ahora veremos cómo el tema de la elegancia [...] nos insinúa gentilmente y sin darse el aire de ello, hasta zonas profundas de nuestra vida. La elegancia es una sutil calidad, gracia, virtud o valor que puede residir en cosas de la más varia condición. En la matemática hay soluciones elegantes, y en la literatura elegantes expresiones. Pueden ser elegantes ciertos utensilios y manufacturas humanas, la forma de un jarrón, la línea de un automóvil, la fachada de un edificio, el gálibo de un yate, el corte de un vestido. Pero también son elegantes ciertas cosas de la naturaleza, el perfil de una serranía, el álamo en forma de huso, la planta de un caballo o de un toro. El hombre puede poseer la elegancia en la figura de su cuerpo, pero también en su alma o modo de ser; y hay gestos elegantes y hay acciones que lo son, puesto que existe una elegancia moral que no es igual a la simple bondad u honestidad. En fin, hasta hay sentimientos elegantes, porque es curioso recordar que dos seres tan distantes en todo como Aristóteles y la reina gótica doña Blanca de Navarra, coinciden casi en las palabras de esta misma frase: «la melancolía, propia de toda alma bien nacida, la melancolía es un sentimiento elegante; no lo es la tristeza».
¿Lo ven ustedes? Todo tema es agradecido. Ha bastado  que diéramos un pinchazo con el pico de la atención en la desdeñada crónica de modas para que la elegancia escapándose de ella amenace invadir el mundo. Como que ahora lo difícil es no perderse en tan vasto y multiforme panorama y dar con la nota esencial y única que infunde la elegancia en tantas y tan distintas cosas elegantes.
¿A qué llama el matemático solución elegante de un problema, demostración elegante de un teorema? Nótese que a la matemática le interesa estrictamente resolver y demostrar. Como las soluciones y demostraciones inelegantes a la postre lo logran lo mismo que las elegantes, quiere decirse que la elegancia matemática rebasa de las virtudes estrictas de la matemática, que es algo superior o por lo menos ajeno a esta ciencia, y que viene súbitamente a resplandecer y penetrar dentro de ella. Se dice que una demostración es elegante cuando se consigue probar un teorema con el menor número de ideas intermediarias [...]
Pues bien, yo diría que la elegancia matemática consiste en hallar la línea intelectual más corta entre un teorema y su demostración.  Donde  se elimina lo sobrante hay elegancia.
Entonces, se me hará observar, la elegancia matemática es simplemente economía intelectual. Se trata con ella de ahorrar esfuerzo, de suprimir elementos innecesarios. Pero aquí nos encontramos con lo peregrino y sustancioso del caso. El matemático sabe muy bien que la economía lograda por la elegancia es prácticamente mínima e inoperante y, en cambio, se da cuenta de que su emoción y su entusiasmo por el sesgo elegante de un razonamiento son provocados precisamente por lo contrario que un ahorro de esfuerzo. Lo que aplaude es que el elegante ha sabido hallar una prueba la cual por ser más breve es precisamente más difícil de encontrar, por tanto, que ha empleado un sobrante de fuerza intelectual más allá de la requerida, que ha hecho, pues, sin aparente esfuerzo algo más difícil y superfluo. Y, en efecto, la prueba elegante es la manifestación de un intelecto rebosante y elástico, que supera la dosis exigida, que representa un exceso de potencia, un hijo de la mente. Hay otras formas opuestas de manifestarse este lujo y esta sobra de potencia, por ejemplo, la que consiste en complicar excesivamente los problemas. Entonces no hay elegancia. Por lo visto, reside ésta en la expresión sobria de una lujosa, exuberante capacidad que la matemática no necesita, que le es añadida y como regalada. Ya el hecho de  que en una ciencia como ésta donde todo anda sometido a rigorosa disciplina, que tiene unas maneras y unos hábitos tan conventuales aparezca de pronto esta palabra elegancia, siempre fragante de aromas mundanales nos indica que bajo ella el matemático siente un entusiasmo más que matemático, la jocundia de percibir en medio de su severa labor la pura dote vital del hombre que es el talento, no el talento como facultad especializada sino como poder primario y universal fuente inagotable de que preceden los otros talentos menores y forzosos.
Si ahora nos preguntamos en qué consiste la elegancia atribuida a la línea de un automóvil o al perfil de yate nos encontramos con lo siguiente: son ambos artefactos creados para resbalar velozmente el uno sobre las calzadas, el otro sobre la espalda del mar. Ahora bien, nos parece que el automóvil ha llegado a su línea más elegante cuando visto en sección tiene la figura de rectángulo alongado y tendido sobre su lado mayor. Parejamente el yate ha de ser largo y estrecho. ¿Es esto un azar? Sabido es que el hombre no puede mirar una figura geométrica sin inyectar en sus puras líneas exánimes cierto dinamismo; que no podemos ver una columna bajo un frontis sin verla dotada de un esfuerzo que la hace sostener el frontis ni a éste sin sentir su gravamen, su pesadumbre actuando sobre el cuerpo gentil de la columna. Quiere esto decir que las figuras en el espacio son siempre representación de fuerzas, expresión de algo dinámico. Como la fuerza del automóvil ha de ejercerse en  sentido horizontal su expresión más adecuada será una figura tendida y alargada, y de las figuras tendidas y alargadas la más simple es el rectángulo. Tenemos, pues, en materia tan distante de la matemática como es un automóvil el mismo módulo de elegancia: la expresión más sobria de una de una máxima potencialidad, de un poder activo y funcional. Antes era la función resolver problemas, ahora es deslizarse sobre un elemento, tierra o aire.
Pero es evidente que este dinamismo vital del automóvil no existe en él sino que nosotros desde nuestras propias sensaciones corporales lo proyectamos en el artefacto. Esto me importa mucho: sólo  en la medida en que sentimos un objeto como viviente podemos descubrir en él elegancia. La fuerza meramente mecánica no puede encontrar manifestación elegante. Dicen que un día podrá desintegrarse el átomo y que la fuerza desarrollada por tal desintegración será mayor, en tan minúsculo trozo de materia, que en toda una mina de carbón. No obstante, ese átomo no será nunca elegante porque su dinamismo no es vital. Por lo visto la elegancia es exclusivamente atributo y gracia de la vida.
Ello es que la elegancia primaria es la del animal y la superlativa la del ser en quien la vida culmina: el hombre, y del hombre ante todo la de su corporeidad donde residen las funciones vitales decisivas. Y bien ¿qué figura de varón es más elegante? No hay duda: el hombre alto y sobrio de carnes, es decir, el rectángulo vertical y la figura más simple. Lo elegante de un cuerpo es su esbeltez. En ella, con volumen de la forma más sencilla se manifiesta la plenitud de potencias zoológicas elementales, la agilidad, la elasticidad, la energía, muscular etc. En cambio, la figura de la mujer suele quedar oscurecida [por] la gracia y la belleza que son calidades muy diferentes de la elegancia. A mi juicio se debe esto a que no estimamos, no nos interesa la mujer preferentemente por su funcionalidad, por su capacidad de cumplir esta o la otra actividad. No la vemos como puesta al servicio de nada, sino quieta en si misma, inactiva, dando a la atmósfera la irradiación odorante de su ser, no la utilidad de su hacer. Creo haber sido el primero en formular que el hombre vale por lo que hace y la mujer por lo que es; que la más fértil actuación de ésta no consiste en afanarse por uno o lo otro, sino en una peculiar pasividad aparente, en un estar y ser, como la rosa en el rosal.
Y representa una inesperada confirmación de esta idea el hecho de que la elegancia corporal, no la indumentaria, trasparece menos en la mujer que en el hombre. En éste nos importa siempre lo que es capaz de hacer y agradecemos complacidos que su esbeltez declare con la figura más sencilla el máximo de su poderío corporal.
No es posible seguir recorriendo casos de elegancia: quede el análisis para que los curiosos del tema lo prosigan y completen. Algo sería, sin embargo, necesario decir de la elegancia del traje; pero sólo para ingresar en el tema tendríamos que hacer no pocas preparaciones. Las ideas que abundan sobre lo que es la vestimenta y su origen en la especie humana andan tan lejos de lo que es y fue la verdad, que no habría manera de entenderse respecto a la historia y significación del traje y sus variaciones.
Piensen ustedes que de todas las ideas la más errónea es justamente la más extendida, según la cual sería el origen del traje utilitario, con una finalidad práctica, de cubrirse ante la intemperie. Sin embargo, el hecho hoy bien notorio por los trabajos de los etnógrafos es que el primer traje fue la pluma de ave que pone sobre su frente el cazador, ciertamente que no con ánimo de cubrirse, sino todo lo contrario, de descubrirse ante los ojos de los demás, de hacerse notar. Sobre su frente, la pluma oblicua es el acento que acentúa su persona. Y si no es la pluma es el collar de conchas, o de huesos o de dientes de fieras. El collar, el primer traje, es decir que el primer traje fue un adorno, que el traje comenzó por lo más opuesto a la utilidad y a la práctica, por ser un ornamento, por ser un cuidado superfluo del cuerpo.
Está, pues, la idea recibida de tal modo opuesta a lo que todos los estudios etnográficos recientes van demostrando, que más vale no entrar en ello. Únicamente diré que este carácter expresivo y no utilitario del cuerpo, simbólico de estados interiores, como era simbólico el orgullo que siente el cazador por haber puesto su flecha debajo del ala del ave rara, como es la pluma, es poder expresivo, cuando luego en la historia se complica la existencia humana en sociedad, adquiere un valor simbólico representativo de fuerzas vitales que ya no son las corpóreas ni son puramente las íntimas espirituales, sino que son las fuerzas vitales sociales.
El traje elegante anuncia siempre un poderío social latente, el cual se expresa en la forma más sobria. Toda elegancia es modulación más simple de una moda dada, y la moda, a su vez, pretende expresar el bienestar de los círculos sociales superiores.
Pero yo no oculto a ustedes que contra esta teoría de la elegancia hay una fatal objeción. Si el prototipo de lo elegante es el cuerpo esbelto del varón y lo es porque expresa toda un serie de potencias vitales lujosas, de extremo activismo, de afán de movimiento, de carrera, de agilidad, de elasticidad, nos encontramos con que en todo el Oriente lo elegante es la obesidad.
¿Cómo se compagina lo uno con lo otro? Fuera fatal para la teoría no hallar salida ni compostura. En cambio, si esta teoría explica no sólo su norma europea sino también su excepción oriental, habría conseguido lo más a que puede aspirar una teoría, que es a un tiempo aclarar la regla y la excepción. En efecto, el Apolo chino, el Dios de la literatura, es un mandarín obeso, ventripotente, que con su corpulencia abruma a un caballito blanco. El Budha, retoño de la estirpe más elegante, la de los Shahyas, es representado como una figura inactiva, sentada, quieta, con formas tendientes siempre a la obesidad.
Pero más aún, en los libros indios, sobre todo en los libros de corte ritual, se dice una y otra vez que el Mahapurusha, es decir, el gentleman, el hombre distinguido, debe ser grueso para que se note que ha comido bien y no necesita trabajar.
He aquí, pues, una forma de elegancia que expresa lo inverso de lo que expresaba la elegancia occidental. Esta elegancia obesa anuncia afán de quietud, de inactividad.
Pero ahora recordemos que por otras insinuaciones de espíritu y de historia empezamos a comprobar que  hombre de Oriente siente en su raíz misma el vivir en dirección opuesta al occidental. Para el hombre de Occidente vivir es siempre más vivir, actuar, moverse, tener una misión, intentar, afanarse. Para el hombre de Oriente, por el contrario, vivir, lo que anhela y siente en el vivir como un ideal es todo lo contrario. Vivir, para  él, es desvivir, vivir cada vez menos sentir en cada instante menos su individualidad que a él le parece un pecado y un dolor, afanarse únicamente por disolver la personalidad, la individualidad en la unidad múltiple, en el océano de la vitalidad universal. Por eso, todo el ideal del Oriente acaba en el Nirvana, en el dejar de ser, lo que para el Occidente es símbolo de muerte y negación de vida.
Es justo pues que quien, en las raices mismas de su sentimiento vital prevea la existencia y la idealice como un ir dejando de ser, como una aspiración a la profunda quietud, simbolice en la elegante obesa esta renuncia al vivir, este afán de desvivir. En uno y otro caso, siempre es el afán, la capacidad o dinamismo vital peculiar, sea positivo o negativo, el que se manifiesta y el modo de manifestarse en la elegancia consiste en la sobriedad: es máximum y mínimum.
Hay un lugar en Dante en el cual, para representar unas almas todo llama que están cubiertas como por una atmósfera, gas o nube blanca, dice de ellas que «parva fuocco dietro all'alabastro»: parecen fuego tras de alabastro. He aquí, a mi modo de ver, el lema de toda elegancia: ser fuego y parecer frígido alabastro, ser actividad y dinamismo y frenesí y parecer contención y dominio y renuncia: la elegancia «parva fuocco dietro all'alabastro».” 
      
 
Origen y epílogo de la filosofía, 1943.  Obras Completas, IX, página 349. 

 “¿Qué es lo que hay que hacer [...]? Se trata de evitar el capricho. El capricho es hacer cualquiera cosa entre las muchas que se pueden hacer. A él se opone el acto y el hábito de elegir, entre las muchas cosas que se pueden hacer, precisamente aquella que reclama ser hecha. A ese acto y hábito del recto elegir  [al ser un hábito, sería una virtud en el sentido aristotélico] llamaban los latinos primero eligentia y luego elegantia. Es, tal vez, de este vocablo del que viene nuestra palabra inteligentia. De todas suertes, Elegancia debía ser el nombre que diéramos a lo que torpemente llamamos Ética, ya que es ésta el arte de elegir la mejor conducta, la ciencia del quehacer. El hecho de que la voz Elegancia sea una de las que más irritan hoy en el planeta es su mejor recomendación. Elegante es el hombre que ni hace ni dice cualquier cosa, sino que hace lo que hay que hacer y dice lo que hay que decir.

¿Qué es filosofía?, 1929. Obras Completas, VII, página 435.

“El presente en que se resume y condensa el pasado —el pasado individual y el histórico—  es,   pues, la porción de fatalidad que interviene en nuestra vida y, en este sentido, tiene ésta siempre una dimensión fatal y por eso es un haber caído en una trampa. Sólo que esta trampa no ahoga, deja un margen de decisión a la vida y permite siempre que de la situación impuesta, del destino, demos una solución elegante y nos forjemos una vida bella."



LA COLMENA

CAMILO JOSÉ CELA


http://www.librodot

A mi hermano Juan Carlos, guardiamarína de la Armada española
NOTA A LA PRIMERA EDICIÓN
Mi novela La colmena, primer libro de la serie Caminos inciertos, no es otra cosa que un
pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad.
Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la máscara loca de la literatura. Ese mal que
corroe las almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser
combatido con los paños calientes del conformismo, con la cataplasma de la retórica y de la
poética.
Esta novela mía no aspira a ser más -ni menos, ciertamente- que un trozo de vida narrado paso
a paso, sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente
como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive -en nosotros o de
nosotros-; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios.
Pienso que hoy no se puede novelar más -mejor o peor- que como yo lo hago. Si pensase lo
contrario, cambiaría de oficio.
Mi novela -por razones particulares- sale en la República Argentina; los aires nuevos -nuevos
para mi- creo que hacen bien a la letra impresa. Su arquitectura es compleja, a mí me costó
mucho trabajo hacerla. Es claro que esta dificultad mía tanto pudo estribar en su complejidad
como en mi torpeza. Su acción discurre en Madrid -en 1942- y entre un torrente, o una
colmena, de gentes que a veces son felices,y a veces, no. Los ciento sesenta personajes (1) que
bullen -no corren- por sus páginas, me han traído durante cinco largos años por el camino de
la amargura. Si acerté con ellos o con ellos me equivoqué, es cosa que deberá decir el que
leyere.
La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco
me preocupa demasíado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera; uno ya está hecho a
todo.
C. J. C.
NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN
Pienso lo mismo que hace cuatro años. También siento y preconizo lo mismo. En el mundo
han sucedido extrañas cosas -tampoco demasiado extrañas-, pero el hombre acorralado, el
niño viviendo como un conejo, la mujer a quien se le presenta su pobre y amargo pan de cada
día colgado del sexo -siniestra cucaña- del tendero ordenancista y cauto, la muchachita en
desamor, el viejo sin esperanza, el enfermo crónico, el suplicante y ridiculo enfermo crónico,
ahí están. Nadie los ha movido. Nadie los ha barrido. Casi nadie ha mirado para ellos.
Sé bien que La colmena es un grito en el desierto; es posible que incluso un grito no
demasiado estridente o desgarrador. En este punto jamás me hice vanas ilusiones. Pero, en
todo caso, mi conciencia bien tranquila está.
Sobre La colmena, en estos cuatro años transcurridos, se ha dicho de todo, bueno y malo, y
poco, ciertamente, con sentido común. Escuece darse cuenta que las.gentes siguen pensando
(1) N, del E. Se trata de un cálculo muy modesto por parte del autor; en el censo que figura en el presente
volumen, José Manuel Caballero Bonald recuenta doscientos noventa y seis personajes imaginarios y
cincuenta personajes reales; en total, trescientos cuarenta y seis que la literatura, como el violín, por ejemplo, es un entretenimiento que, bien mirado, no hace
daño a nadie. Y ésta es una de las quiebras de la literatura.
Pero no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia
que hay que llevar con asco y con resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del
circo romano, con una vaga sonrisa en los labios.

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN
Quisiera desarrollar la idea de que el hombre sano no tiene ideas. A veces pienso que las ideas
religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio del
sistema nervioso. Está todavía lejano el tiempo en que se sepa que el apóstol y el iluminado
son carne de manicomio, insomne y temblorosa flor de debilidad. La historia, la indefectible
historia, va a contrapelo de las ideas. O al margen de ellas. Para hacer la historia se precisa no
tener ideas, como para hacer dinero es necesario no tener escrúpulos. Las ideas y los
escrúpulos -para el hombre acosado: aquel que llega a sonreír con el amargo rictus del
triunfador- son una remora. La historia es como la circulación de la sangre o como la
digestión de los alimentos. Las arterias y el estómago, por donde corre y en el que se cuece la
sustancia histórica, son de duro y frío pedernal. Las ideas son un atavismo -algún día se
reconocerá- jamás una cultura y menos aún una tradición. La cultura y la tradición del
hombre, como la cultura y la tradición de la hiena o de la hormiga, pudieran orientarse sobre
una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse. La cultura y la tradición no
son jamás ideológicas y si, siempre, instintivas. La ley de la herencia -que es la más pasmosa
ley de la biología- no está ajena a esto que aquí vengo diciendo. En este sentido, quizás
admitiese que hay una cultura y una tradición de la sangre. Los biólogos, sagazmente, le
llaman instinto. Quienes niegan o, al menos, relegan al instinto -los ideólogos-, construyen su
artilugio sobre la problemática existencia de lo que llaman el "hombre interior", olvidando la
luminosa adivinación de Goethe: está fuera todo lo que está dentro. Algún día volveré sobre  la idea de que las ideas son una enfermedad. Pienso lo mismo que dos años atrás. Desde mi casa
se ven, anclados en la bahía, los grises, poderosos, siniestros buques de la escuadra americana.
Un gallo cacarea, en cualquier corral, y una niña de dulcecita voz canta -¡oh, el instinto!- los
viejos versos de la viudita del conde de Oré.
No merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. La tristeza también es un atavismo.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 18 de junio de 1957

NOTA A LA CUARTA EDICIÓN
Seguimos en las mismas inútiles resignaciones: los mismos dulces paisajes que tanto sirven
para un roto como para un descosido. Es grave confundir la anestesia con la esperanza;
también lo es, tomar el noble rábano de la paciencia por las ruines hojas -lacias, ajadas,
trémulas- de la renunciación.
Desde la última salida de estas páginas han pasado cinco años más: el tiempo, en nuestros
corazones, lleva cinco años más parado, igual que una ave zancuda muerta -y enhiesta e
ignorante- sobre la muerta roca del cantil. ¡Qué ridicula, la carne que envejece sin escuchar el
zarpazo -o el lento roído- del tiempo, ese alacrán!
Sobre los zurrados cueros de mis títeres (Juan Lorenzo, natural de Astorga, hubiera dicho
caeran fornecinos e de rafez affer) (1) han caído no cinco, sino veinte lentos, degollados,
monótonos años. Para los míos -que el tiempo late en los de todos y de su marca no se libra ni
la badana de los tres estamentos barbirrapados: curas, cómicos y toreros- también sonaron los
veinte agrios (o no tan agrios) avisos de veinte sansilvestres.
Sí. Han pasado los años, tan dolorosos que casi ni se sienten, pero la colmena sigue bullendo,
pese a todo, en adoración y pasmo de lo que ni entiende ni le va. Unas insignias (el collar del
perro que no cambia) han sido arrumbadas por las otras y los usos de mis pobres conejos
domésticos (que son unos pobres conejos domésticos que, a lo que se ve, sólo aspiran a ir
tirandillo) se fueron acoplando, dóciles y casi suplicantes, al último chinchín que les sopló
(¡qué ilusión mandar a la plaza todos los días!) en las orejas.
A la historia -y éste es un libro de historia, no una novela- le acontece que, de cuando en
cuando, deja de entenderse. Pero la vida continúa, aun a su pesar, y la historia, como la vida,
también sigue cociéndose en el inclemente puchero de la sordidez. A lo mejor la sordidez,
como la tristeza de la que hablaba hace cinco años, también es un atavismo.
La política -se dijo- es el arte de encauzar la inercia de la historia. La literatura,
probablemente, no es más cosa que el arte (y, a lo mejor, ni aun eso) de reseñar la marejadilla
de aquella inercia. Todo lo que no sea humildad, una inmensa y descarada humildad, sobra en
el equipaje del escritor: ese macuto que ganaría en eficacia si acertara a tirar por la borda, uno
tras otro, todos los atavismos que lo lastran. Aunque entonces, quizás, la literatura muriese:
cosa que tampoco debería preocuparnos demasiado.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 7 de mayo de 1962
(1) ...fornicarios y de fácil negocio. En singular, Libro de Alexan-dre, verso 1016 d

ULTIMA RECAPITULACIÓN
Arrojar la cara importa,
que el espejo no hay por qué.
QUEVEDO
... un pálido reflejo, una humilde sombra de la... realidad.
... sin reticencias, sin extrañas tragedias, sin caridad...
Nota a la 1." edición
... un grito en el desierto...
... no merece la pena que nos dejemos invadir por
la tristeza.
Nota a la 2.ª edición
... las ideas religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un
desequilibrio del sistema nervioso. Las ideas y los escrúpulos... son una remora.
Nota a la 3." edición
Seguimos en las mismas inútiles resignaciones... Es grave confundir la anestesia con la
esperanza...
Nota a la 4ª edición

Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a
salirse de sus cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha nacido quien lo
apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y
para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mundo, las histerias, las
soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás
y según convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia
para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir
extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insomnios (tal como los astros marchan o
los escarabajos se hacen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.
En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado
dentro. Lo mismo hubiera podido -a iguales méritos e intención- acontecer lo contrario. Lo
mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera
hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor
puede llegar hasta el asesinato para redondear su libro; tan sólo se le exige que -en su
asesinato y en su libro- sea auténtico y no se dejé arrastrar por las afables y doradas remoras
que la sociedad, como una ajada amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que enmascare
el latido de aquello que a su alrededor sucede.
El escritor también puede ahogarse en la vida misma:
en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al escritor no le está permitido es
sonreír, presentarse a los concursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse entre
Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se siente capaz de dejarse morir de
hambre, debe cambiar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la verdad de quienes
reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo,
que la palabra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de
moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del
escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la sociedad que
atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y todavía menos que
nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).
El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse
la vida -y la reputación, y los amigos, y la familia, y demás confortables zarandajas- a cambio
de un fajo de cuartillas en el que pueda adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide
con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la
literatura, le importa. El escritor obediente, el escritor uncido al carro del político, del
poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros desde la barrera (los hombres
clasificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay más escritor
comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete
consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda,
con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor
respeto que la disciplina -o los reflejos condicionados- del caballo del circo.
El escritor nada pide porque nada -ni aun voz ni pluma- necesita, y le basta con la memoria.
Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, también: que su voz
resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal
que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el derecho administrativo.
A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le sobran
los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de sí o
de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.
En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos
obstinados en conducir al hombre por derroteros artificiales (todos los derroteros por donde
los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se
obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al
escritor que se hubiera cambiado por el político sucedió el escritor que se conformaba con
marchar a remolque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua
soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas suficientes
para enseñarnos dos cosas: que jamás los poderosos coincidieron con los mejores, y
que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por los políticos (meros
canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes
quieren, vanamente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resultado nada ha de
importarle. La literatura no es una charada: es una actitud.
C. J. C.
Palma de Mallorca, 2 de junio de 1963

-No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo
trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el
mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le
brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga
corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen
amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le
gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa,
cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se
acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta
baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le
gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de
Andalucía.
-El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver,
se plantó de rodillas y le dijo: "Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios"; y don
Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: "Me es imposible, amigo Navarrete; su
hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote".
-"¡Qué tíos! -piensa-, ¡hay que tener ríñones!" Doña Rosa tiene la cara llena de manchas,
parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y
se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la
realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en
el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.
Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es
un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un
montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que
le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después
nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don
Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy
perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo
de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es
que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los
acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos
por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que
hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos
cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, "madame" y "rué" y "cravate", y también
"nosotros los Meléndez". Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber
muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con
leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: "¿Me da
usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel".
Entonces el otro se confia: "No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho..." Don Leonardo
pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: "Bueno, fumaremos rubio por
variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted". A veces el de al lado le dice no más
que "no, papel no tengo, siento no poder complacerle", y entonces don Leonardo se queda sin
fumar.
Acodados sobre el viejo, sobre el costroso mármol de los veladores, los clientes ven pasar a la
dueña, casi sin mirarla ya, mientras piensan, vagamente, en ese mundo que, ¡ay!, no fue lo
que pudo haber sido, en ese mundo en el que todo ha ido fallando poco a poco, sin que nadie
se lo explicase, a lo mejor por una minucia insignificante. Muchos de los mármoles de los
veladores han sido antes lápidas en las Sacramentales; en algunos, que todavía guardan las
letras, un ciego podría leer, pasando las yemas de los dedos por debajo de la mesa: "Aquí
yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud",
o bien "R. I. P. el Excmo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento".
Los clientes de los Cafés son gentes que creen que las cosas pasan porque sí, que no merece la
pena poner remedio a nada. En el de doña Rosa, todos fuman y los más meditan, a solas,
sobre las pobres, amables, entrañables cosas que les llenan o les vacían la vida entera. Hay
quien pone al silencio un ademán soñador, de imprecisa recordación, y hay también quien
hace memoria con la cara absorta y en la cara pintado el gesto de la bestia ruin, de la amorosa,
suplicante bestia cansada: la mano sujetando la frente y el mirar lleno de amargura como un
mar encalmado.
Hay tardes en que la conversación muere de mesa en mesa, una conversación sobre gatas
paridas, o sobre el suministro, o sobre aquel niño muerto que alguien no recuerda, sobre aquel
niño muerto que, ¿no se acuerda usted?, tenia el pelito rubio, era muy mono y más bien
delgadito, llevaba siempre un jersey de punto color beige y debia andar por los cinco años. En
estas tardes, el corazón del Café late como el de un enfermo, sin compás, y el aire se hace
como más espeso, más gris, aunque de cuando en cuando lo cruce, como un relámpago, un
aliento más tibio que no se sabe de donde viene, un aliento lleno de esperanza que abre, por
unos segundos, un agujerito en cada espíritu.
A don Jaime Arce, que tiene un gran aire a pesar de todo, no hacen más que protestarle letras.
En el Café, parece que no, todo se sabe. Don Jaime pidió un crédito a un Banco, se lo dieron y
firmó unas letras. Después vino lo que vino. Se metió en un negocio donde lo engañaron, se
quedó sin un real, le presentaron las letras al cobro y dijo que no podia pagarlas. Don Jaime
Arce es, lo más seguro, un hombre honrado y de mala suerte, de mala pata en esto del dinero.
Muy trabajador no es, ésa es la verdad, pero tampoco tuvo nada de suerte. Otros tan vagos o
más que él, con un par de golpes afortunados, se hicieron con unos miles de duros, pagaron
las letras y andan ahora por ahí fumando buen tabaco y todo el día en taxi. A don Jaime Arce
no le pasó esto, le pasó todo lo contrario. Ahora anda buscando un destino, pero no lo
encuentra. Él se hubiera puesto a trabajar en cualquier cosa, en lo primero que saliese, pero no
salía nada que mereciese la pena y se pasaba el día en el Café, con la cabeza apoyada en el
respaldo de pelu che, mirando para los dorados del techo. A veces cantaba por lo bajo algún
que otro trozo de zarzuela mientras llevaba el compás con el pie. Don Jaime no solía pensar
en su desdicha; en realidad, no solía pensar nunca en nada. Miraba para los espejos y se decía:
"¿Quién habrá inventado los espejos?" Después miraba para una persona cualquiera,
fijamente, casi con impertinencia: "¿Tendrá hijos esa mujer? A lo mejor, es una vieja
pudibunda". "¿Cuántos tuberculosos habrá ahora en este Café?" Don Jaime se hacía un
cigarrillo finito, una pajita, y lo encendía. "Hay quien es un artista afilando lápices, les saca
una punta que clavaria como una aguja y no la estropean jamás." Don Jaime cambia de
postura, se le estaba durmiendo una pierna. "¡Qué misterioso es esto! Tas, tas; tas, tas; y así
toda la vida, día y noche, invierno y verano: el corazón."
A una señora silenciosa que suele sentarse al fondo, conforme se sube a los billares, se le
murió un hijo, aún no hace un mes. El joven se llamaba Paco, y estaba preparándose para
Correos. Al principio dijeron que le había dado un paralís, pero después se vio que no, que lo
que le dio fue la meningitis. Duró poco y además perdió el sentido en seguida. Se sabía ya
todos los pueblos de León, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y parte de Valencia (Castellón
y la mitad, sobre poco más o menos, de Alicante); fue una pena grande que se muriese. Paco
había andado siempre medio malo desde una mojadura que se dio un invierno, siendo niño. Su
madre se había quedado sola, porque su otro hijo, el mayor, andaba por el mundo, no se sabía
bien dónde. Por las tardes se iba al Café de doña Rosa, se sentaba al pie de la escalera y allí se
estaba las horas muertas, cogiendo calor. Desde la muerte del hijo, doña Rosa estaba muy
cariñosa con ella. Hay personas a quienes les gusta estar atentas con los que van de luto.
Aprovechan para dar consejos o pedir resignación o presencia de ánimo y lo pasan muy bien.
Doña Rosa, para consolar a la madre de Paco, le suele decir que, para haberse quedado tonto,
más valió que Dios se lo llevara. La madre la miraba con una sonrisa de conformidad y le
decía que claro que, bien mirado, tenía razón. La madre de Paco se llamaba Isabel, doña
Isabel Montes, viuda de Sanz. Es una señora aún de cierto buen ver, que lleva una capita algo
raída. Tiene aire de ser de buena familia. En el Café suelen respetar su silencio y sólo muy de
tarde en tarde alguna persona conocida, generalmente una mujer, de vuelta de los lavabos, se
apoya en su mesa para preguntarle: "¿Qué? ¿Ya se va levantando ese espíritu?" Doña Isabel
sonríe y no contesta casi nunca; cuando está algo más animada, levanta la cabeza, mira para la
amiga y dice: "¡Qué guapetona está usted, Fulanita!" Lo más frecuente, sin embargo, es que
no diga nunca nada: un gesto con la mano, al despedirse, y en paz. Doña Isabel sabe que ella
es de otra clase, de otra manera de ser distinta, por lo menos.
Una señorita casi vieja llama al cerillero.
-¡Padilla!
-¡Voy, señorita Elvira!
-Un tritón.
La mujer rebusca en su bolso, lleno de tiernas, deshonestas cartas antiguas, y pone treinta y
cinco céntimos sobre la mesa.
-Gracias.
-A usted.
Enciende el cigarro y echa una larga bocanada de humo, con el mirar perdido. Al poco rato, la
señorita vuelve a llamar.
-¡Padilla!
-¡Voy, señorita Elvira!
-¿Le has dado la carta a ése?
-Sí, señorita.
-¿Qué te dijo?
-Nada, no estaba en casa. Me dijo la criada que descuidase, que se la daría sin falta a la hora
de la cena.
La señorita Elvira se calla y sigue fumando. Hoy está como algo destemplada, siente
escalofríos y nota que le baila un poco todo lo que ve. La señorita Elvira lleva una vida perra,
una vida que, bien mirado, ni merecía la pena vivirla. No hace nada, eso es cierto, pero por no
hacer nada, ni come siquiera. Lee novelas, va al Café, se fuma algún que otro tritón y está a lo
que caiga. Lo malo es que lo que cae suele ser de Pascuas a Ramos, y para eso, casi siempre
de desecho de tienta y defectuoso.
A don José Rodríguez de Madrid le tocó un premio de la pedrea, en el último sorteo. Los
amigos le dicen:
-Ha habido suertecilla, ¿eh?
Don José responde siempre lo mismo; parece que se lo tiene aprendido:
-¡Bah! Ocho cochinos durejos.
-No, hombre, no explique, que no le vamos a pedir a usted nada.
Don José es escribiente de un juzgado y parece ser que tiene algunos ahorrillos. También
dicen que se casó con una mujer rica, una moza manchega que se murió pronto, dejándole
todo a don José, y que él se dio buena prisa en vender los cuatro viñedos y los dos olivares
que había, porque aseguraba que los aires del campo le hacían mal a las vías respiratorias, y
que lo primero de todo era cuidarse.
Don José, en el Café de doña Rosa, pide siempre copita; él no es un cursi ni un pobretón de
esos de café con leche. La dueña lo mira casi con simpatía por eso de la común afición al
ojén. "El ojén es lo mejor del mundo; es estomacal, diurético y reconstituyente; cria sangre y
aleja el espectro de la impotencia." Don José habla siempre con mucha propiedad. Una vez,
hace ya un par de años, poco después de terminarse la guerra civil, tuvo un altercado con el
violinista. La gente, casi toda, aseguraba que la razón la tenia el violinista, pero don José
llamó a la dueña y le dijo: "O echa usted a puntapiés a ese rojo irrespetuoso y sinvergüenza, o
yo no vuelvo a pisar el local". Doña Rosa, entonces, puso al violinista en la calle y ya no se
volvió a saber más de él.
Los clientes, que antes daban la razón al violinista, empezaron a cambiar de opinión, y al final
ya decían que doña Rosa había hecho muy bien, que era necesario sentar mano dura y hacer

un escarmiento. "Con estos desplantes, ¡cualquiera sabe a dónde iriamos a parar!" Los
clientes, para decir esto, adoptaban un aire serio, ecuánime, un poco vergonzante. "Si no hay
disciplina, no hay manera de hacer nada bueno, nada que merezca la pena", se oía decir por
las mesas.
Algún hombre ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio
siglo, a Madame Pimentón.
-La muy imbécil se creia que me la iba a dar. Si, sí... ¡Estaba lista! La invité a unos blancos y
al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: "Oh,
la, la; oh, la, la", y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, andaba siempre bebida!
¡Bien mirado, hasta daba risa!
Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las
gentes que sonreían en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta,
llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el
fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden
contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un
crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien.
-A todos estos mangantes hay que tratarlos así; las personas decentes no podemos dejar que se
nos suban a las barbas. ¡Ya lo decía mi padre! ¿Quieres uvas? Pues entra por uvas. ¡Ja, ja! ¡La
muy zorrupia no volvió a arrimar por allí!
Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un
gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta.
-¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí!
El hombre de la historia le sonríe con dulzura.
-Pero, señora, ¡pobre gato! ¡Qué mal le hacía a usted?
Un jovencito melenudo hace versos entre la baraúnda. Está evadido, no se da cuenta de nada;
es la única manera de poder hacer versos hermosos. Si mirase para los lados se le escaparía la
inspiración. Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy
luminosa; si no, no se explicarían muchas cosas.
El joven poeta está componiendo un poema largo, que se llama "Destino". Tuvo sus dudas
sobre si debía poner "El destino", pero al final, y después de consultar con algunos poetas ya
más hechos, pensó que no, que sería mejor titularlo "Destino", simplemente. Era más sencillo,
más evocador, más misterioso. Además, así, llamándole "Destino", quedaba más sugeridor,
más... ¿cómo diríamos?, más impreciso, más poético. Así no se sabía si se quería aludir a "el
destino", o a "un destino", a "destino incierto", a "destino fatal" o "destino feliz" o "destino
azul" o "destino violado". "El destino" ataba más, dejaba menos campo para que la
imaginación volase en libertad, desligada de toda traba.
El joven poeta llevaba ya vanos meses trabajando en su poema. Tenía ya trescientos y pico de
versos, una maqueta cuidadosamente dibujada de la futura edición y una lista de posibles
suscríptores, a quienes, en su hora, se les enviaría un boletín, por si querían cubrirlo. Había ya
elegido también el tipo de imprenta (un tipo sencillo, claro, clásico; un tipo que se leyese con
sosiego; vamos, queremos decir un bodoní), y tenía ya redactada la justificación de la tirada.
Dos dudas, sin embargo, atormentaban aún al joven poeta: el poner o no poner el "Laus Deo"
rematando el colofón, y el redactar por sí mismo, o no redactar por sí mismo, la nota
biográfica para la solapa de la sobrecubierta.
Doña Rosa no era, ciertamente, lo que se suele decir una sensitiva.
-Y lo que le digo, ya lo sabe. Para golfos ya tengo bastante con mi cuñado. ¡Menudo pendón!
Usted está todavía muy verdecito, ¿me entiende?, muy verdecito. ¡Pues estaría bueno! ¿Dónde
ha visto usted que un hombre sin cultura y sin principios ande por ahí, tosiendo y pisando
fuerte como un señorito? ¡No seré yo quien lo vea, se lo juro!
Doña Rosa sudaba por el bigote y por la frente.
-Y tú, pasmado, ya estás yendo por el periódico. ¡Aquí no hay respeto ni hay decencia, eso es
lo que pasa! ¡Ya os daría yo para el pelo, ya, si algún día me cabreara! ¡Habrá-se visto!
Doña Rosa clava sus ojitos de ratón sobre Pepe, el viejo camarero llegado, cuarenta o cuarenta

y cinco años atrás, de Mondoñedo. Detrás de los gruesos cristales, los ojitos de doña Rosa
parecen los atónitos ojos de un pájaro disecado.
-¡Qué miras! ¡Qué miras! ¡Bobo! ¡Estás igual que el día que llegaste! ¡A vosotros no hay Dios
que os quite el pelo de la dehesa! ¡Anda, espabila y tengamos la fiesta en paz, que si fueras
más hombre ya te había puesto de patas en la calle! ¿Me entiendes? ¡Pues nos ha merengao!
Doña Rosa se palpa el vientre y vuelve de nuevo a tratarlo de usted.
-Ande, ande... Cada cual a lo suyo. Ya sabe, no perdamos ninguno la perspectiva, ¡qué leñe!,
ni el respeto, ¿me entiende?, ni el respeto.
Doña Rosa levantó la cabeza y respiró con profundidad. Los pelitos de su bigote se
estremecieron con un gesto retador, con un gesto airoso, solemne, como el de los negros
cuernecitos de un grillo enamorado y orgulloso.
Flota en el aire como un pesar que se va clavando en los corazones. Los corazones no duelen
y pueden sufrir, hora tras hora, hasta toda una vida, sin que nadie sepamos nunca, demasiado
a ciencia cierta, qué es lo que pasa.
Un señor de barbita blanca le da trocitos de bollo suizo, mojado en café con leche, a un niño
morenucho que tiene sentado sobre las rodillas. El señor se llama don Trinidad García
Sobrino y es prestamista. Don Trinidad tuvo una primera juventud turbulenta, llena de
complicaciones y de veleidades, pero en cuanto murió su padre, se dijo: "De ahora en adelante
hay que tener cautela; si no, la pringas, Trinidad"; se dedicó a los negocios y al buen orden y
acabó rico. La ilusión de toda su vida hubiera sido llegar a diputado; él pensaba que ser uno
de quinientos entre veinticinco millones no estaba nada mal. Don Trinidad anduvo
coqueteando varios años con algunos personajes de tercera fila del partido de Gil Robles, a
ver si conseguía que lo sacasen diputado; a él el sitio le era igual; no tenia ninguna
demarcación preferida. Se gastó algunos cuartos en convites, dio su dinero para propaganda,
oyó buenas palabras, pero al final no presentaron su candidatura por lado alguno y ni siquiera
lo llevaron a la tertulia del jefe. Don Trinidad pasó por momentos duros, de graves crisis de
ánimo, y al final acabó haciéndose lerrouxista. En el partido radical parece que le iba bastante
bien, pero en esto vino la guerra y con ella el fin de su poco brillante, y no muy dilatada carrera
política. Ahora don Trinidad vivía apartado de la "cosa pública", como aquel día
memorable dijera don Alejandro, y se conformaba con que lo dejaran vivir tranquilo, sin recordarle
tiempos pasados, mientras seguía dedicándose al lucrativo menester del préstamo a
interés.
Por las tardes se iba con el nieto al Café de doña Rosa, le daba de merendar y se estaba
callado, oyendo la música o leyendo el periódico, sin meterse con nadie.
Doña Rosa se apoya en una mesa y sonríe.
-¿Qué.me dice, Elvirita?
-Pues ya ve usted, señora, poca cosa.
La señorita Elvira chupa del cigarro y ladea un poco la cabeza. Tiene las mejillas ajadas y los
párpados rojos, como de tenerlos delicados.
-¿Se le arregló aquello?
-¿Cuál?
-Lo de...
-No, salió mal. Anduvo conmigo tres días y después me regaló un frasco de fijador.
La señorita Elvira sonríe. Doña Rosa entorna la mirada, llena de pesar.
-¡Es que hay gente sin conciencia, hija!
-¡Psché! ¿Qué más da?
Doña Rosa se le acerca, le habla casi al oído.
-¿Por qué no se arregla con don Pablo?
-Porque no quiero. Una también tiene su orgullo, doña Rosa.
-¡Nos ha merengao! ¡Todas tenemos nuestras cosas! Pero lo que yo le digo a usted, Elvirita, y
ya sabe que yo siempre quiero para usted lo mejor, es que con don Pablo bien le iba.
-No tanto. Es un tío muy exigente. Y además un baboso. Al final ya lo aborrecía, ¡qué quiere
usted!, ya me daba hasta repugnancia.

Doña Rosa pone la dulce voz, la persuasiva voz de los consejos.
-¡Hay que tener más paciencia, Elvirita! ¡Usted es aún muy niña!
-¿Usted cree?
La señorita Elvirita escupe debajo de la mesa y se seca la boca con la vuelta de un guante.
Un impresor enriquecido que se llama Vega, don Mario de la Vega, se fuma un puro
descomunal, un puro que pare-ce de anuncio. El de la mesa de al lado le trata de resultar
simpático.
-¡Buen puro se está usted fumando, amigo! Vega le contesta sin mirarle, con solemnidad:
-Sí, no es malo, mi duro me costó. Al de la mesa de al lado, que es un hombre raquítico y
sonriente, le hubiera gustado decir algo así como: "¡Quién como usted!", pero no se atrevió;
por fortuna, le dio la vergüenza a tiempo. Miró para el impresor, volvió a sonreír con
humildad, y le dijo:
-¿Un duro nada más? Parece lo menos de siete pesetas.
-Pues no: un duro y treinta de propina. Yo con esto ya me conformo.
-¡Ya puede!
-¡Hombre! No creo yo que haga falta ser un Romano-nes para fumar estos puros.
-Un Romanones, no, pero ya ve usted, yo no me lo podría fumar, y como yo muchos de los
que estamos aquí.
-¿Quiere usted fumarse uno?
-¡Hombre...!
Vega sonrió, casi arrepintiéndose de lo que iba a decir.
-Pues trabaje usted como trabajo yo.
El impresor soltó una carcajada violenta, descomunal. El hombre raquítico y sonriente de la
mesa de al lado dejó de sonreír. Se puso colorado, notó un calor quemándole las orejas y los
ojos empezaron a escocerle. Agachó la vista para no enterarse de que todo el Café lo estaba
mirando; él, por lo menos, se imaginaba que todo el Café le estaba mirando.
Mientras don Pablo, que es un miserable que ve las cosas al revés, sonríe contando lo de
Madame Pimentón, la señorita Elvira deja caer la colilla y la pisa. La señorita Elvira, de
cuando en cuando, tiene gestos de verdadera princesa.
-¿Qué daño le hacía a usted el gatito? ¡Michino, michino, toma, toma...!
Don Pablo mira a la señora.
-¡Hay que ver qué inteligentes son los gatos! Discurren mejor que algunas personas. Son unos
animalitos que lo entienden todo. ¡Michino, michino, toma, toma...!
El gato se aleja sin volver la cabeza y se mete en la cocina.
-Yo tengo un amigo, hombre adinerado y de gran influencia, no se vaya usted a creer que es
un pelado, que tiene un gato persa que atiende por Sultán, que es un prodigio.
-¿Sí?
-¡Ya lo creo! Le dice: "Sultán, ven", y el gato viene moviendo su rabo hermoso, que parece un
plumero. Le dice: "Sultán, vete", y allá se va Sultán como un caballero muy digno. Tiene unos
andares muy vistosos y un pelo que parece seda. No creo yo que haya muchos gatos como
ése; ése, entre los gatos, es algo asi como el duque de Alba entre las personas. Mi amigo lo
quiere como a un hijo. Claro que también es verdad que es un gato que se hace querer.
Don Pablo pasea su mirada por el Café. Hay un momento que tropieza con la de la señorita
Elvira. Don Pablo pestañea y vuelve la cabeza.
-Y lo cariñosos que son los gatos. ¿Usted se ha fijado en lo cariñosos que son? Cuando cogen
cariño a una persona ya no se lo pierden en toda la vida.
Don Pablo carraspea un poco y pone la voz grave, importante:
-¡Ejemplo deberían tomar muchos seres humanos!
-Verdaderamente.
Don Pablo respira con profundidad. Está satisfecho. La verdad es que eso de "ejemplo
deberían tomar, etc." algo que le ha salido bordado.
Pepe, el camarero, se vuelve a su rincón sin decir ni palabra. Al llegar a sus dominios, apoya
una mano sobre el respaldo de una silla y se mira, como si mirase algo muy raro muy extraño,

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